miércoles, 2 de junio de 2010

Benedicto XVI: La misión de María y de la Iglesia

Discurso con motivo de la conclusión del mes de mayo en el Vaticano

Discurso que el Papa pronunció la noche del 31 de mayo, durante el rezo del Rosario, como conclusión del mes de mayo, en los Jardines Vaticanos.

Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me uno a vosotros, al término de este tradicional encuentro de oración, que concluye el mes de mayo en el Vaticano. En referencia a la liturgia de hoy, queremos contemplar a María Santísima en el misterio de su Visitación. En la Virgen María que va a visitar a su pariente Isabel reconocemos el ejemplo más límpido y el significado más verdadero de nuestro camino de creyentes y del camino de la Iglesia misma. La Iglesia es por naturaleza misionera, está llamada a anunciar el Evangelio por todas partes y siempre, a transmitir la fe a cada hombre y mujer, y a cada cultura.

“En aquellos días – escribe el evangelista san Lucas – se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá” (Lc 1,39). El de María es un auténtico viaje misionero. Es un viaje que la lleva lejos de casa, la empuja al mundo, a lugares extraños a sus costumbres cotidianas, la hace llegar, en un cierto sentido, hasta los límites de lo que ella podía llegar. Está precisamente aquí, también para todos nosotros, el secreto de nuestra vida de hombres y de cristianos. La nuestra, como individuos y como Iglesia, es una existencia proyectada fuera de nosotros. Como ya había sucedido a Abraham, se nos pide que salgamos de nosotros mismos, de los lugares de nuestras seguridades, para ir hacia los demás, a lugares y ámbitos distintos. Es el Señor el que nos lo pide: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). Y es siempre el Señor el que, en este camino, nos pone junto a María como compañera de viaje y madre solícita. Ella nos da seguridad, porque nos recuerda que con nosotros está siempre su Hijo Jesús, según lo que prometió: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

El evangelista relata que “María permaneció con ella (con su pariente Isabel) unos tres meses” (Lc 1,56). Estas sencillas palabras explican el objetivo más inmediato del viaje de María. Había sabido por el Ángel que Isabel esperaba un hijo y que estaba ya en el sexto mes (cfr Lc 1,36). Pero Isabel era anciana y la cercanía de María, aún muy joven, podía serle útil. Por esto María llega hasta ella y permanece a su lado durante casi tres meses, para ofrecerle esa cercanía afectuosa, esa ayuda concreta y todos esos servicios cotidianos de los que tenía necesidad. Isabel se convierte así en el símbolo de tantas personas ancianas y enfermas, más aún, de todas las personas necesitadas de ayuda y de amor. ¡Y cuántas son también hoy, en nuestras familias, en nuestras comunidades y en nuestras ciudades! Y María – que se había definido como “la sierva del Señor” (Lc 1,38) – se hace sierva de los hombres. Más precisamente, sirve al Señor a quien encuentra en los hermanos.

La caridad de María, sin embargo, no se detiene en la ayuda concreta, sino que alcanza su culmen en el dar al mismo Jesús, en “hacerle encontrar”. Es una vez más san Lucas quien lo subraya: “en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno” (Lc 1,41). Estamos así en el corazón y en el culmen de la misión evangelizadora. Estamos en el significado más verdadero y en el objetivo más genuino de todo camino misionero: dar a los hombres el Evangelio vivo y personal, que es el mismo Señor Jesús. Y la de Jesús es una comunicación y una donación que – como atestigua Isabel – llena el corazón de alegría: “apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno” (Lc 1,44). Jesús es el verdadero y único tesoro que nosotros tenemos que dar a la humanidad. Es de Él de quien los hombres y mujeres de nuestro tiempo tienen profunda nostalgia, aun cuando parecen ignorarlo o rechazarlo. Es de Él de quien tiene gran necesidad la sociedad en que vivimos, Europa, el mundo entero.

A nosotros se nos ha confiado esta extraordinaria responsabilidad. Vivámosla con alegría y con compromiso, para que la nuestra sea verdaderamente una civilización en la que reinen la verdad, la justicia, la libertad y el amor, pilares fundamentales e insustituibles de una verdadera convivencia ordenada y pacífica. Vivamos esta responsabilidad permaneciendo asiduos en la escucha de la Palabra de Dios, en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones (cfr Hch 2,42). Que esta sea la gracia que pedimos juntos a la Virgen Santísima esta noche. A todos vosotros mi bendición.

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