La Iglesia escoge para este día la lectura del discurso de las Bienaventuranzas. Con ello desea rendir culto a todos los que han pasado por este mundo y han recibido de Dios el sobrenombre de bienaventurados por alguno de los títulos que Jesús pronunció sentado sobre el monte.
Los pobres, los que lloran, los sufridos, los hambrientos y sedientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos y artesanos de la paz, los perseguidos por la justicia, los calumniados e insultados por causa del nombre de Cristo, no quedarán sin recompensa, y en el día solemne del Señor, serán llamados y proclamados dichosos, benditos, felices, porque han alcanzado la meta al haberse configurado con el Crucificado, el Hijo amado de Dios, quien llevó sobre sí los dolores y esperanzas de todos los hombres.
La multitud incontable de los que siguen al Cordero de Dios son los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre redentora de Cristo, por haber compartido sus padecimientos. A los ojos de Dios nada se pierde, y algunos, a pesar de que hayan podido pasar por la existencia sin saber que llevaban en su cuerpo las señales de la Pasión de Cristo, serán invitados al banquete por haber tenido compasión de los pobres, hambrientos, sedientos, desnudos, sin techo, doloridos, perseguidos, encarcelados, o porque ellos mismos lo han sido, como asegura Jesús en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro.
Por dos caminos se puede llegar a la santidad: por conformar la vida, de manera consciente, con Cristo y ser uno de sus amigos, o por haber tenido compasión de aquellos que son signos visibles de las llagas del Redentor. La santidad es la forma de vida a la que estamos llamados todos los cristianos. En el bautismo recibimos la vocación a la santidad.
Los santos son aquellos que han vivido la fe, la esperanza y la caridad de manera heroica. La Iglesia los proclama siervos de Dios. Los cristianos tenemos que vivir “arraigados y cimentados en Cristo, firmes en la fe”, ser testigos de esperanza, como auténtica profecía del Reino futuro. Pero sobre todo, a los cristianos se nos debe reconocer por el amor mutuo y las entrañas de misericordia.
El Maestro, antes de dar su vida por amor, nos mandó que nos amáramos como Él nos había amado y que permaneciéramos en ese amor divino. Por la fe se puede superar la tendencia al mal y sobreponerse a todas las dificultades por amor a Dios. Amor que se demuestra con las obras de misericordia especialmente con los hermanos en la fe y con el prójimo.
La santidad es la belleza de la casa de Dios. La Iglesia es la gran armonía y el buen olor de Cristo. Los santos han dejado que actúe en ellos el Espíritu del Amor de Dios. ¡Seamos santos, porque Dios es Santo!. Angel Moreno, de Buenafuente
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