“… Porque muy poco aprovecha que suene la voz de la verdad divina en lo de fuera, si no hay orejas que la quieran oír en lo de dentro. Ni nos basta que, cuando fuimos bautizados, nos metiese el sacerdote el dedo en los oídos, diciendo, que fuesen abiertos, si los tenemos cerrados a la palabra de Dios, cumpliéndose en nosotros lo que de los ídolos dice el profeta David: Ojos tienen y no ven; orejas tienen y no oyen (Sal 113,5).
Mas porque algunos hablan tan mal, que oírlos es oír sirenas, que matan a sus oyentes, es bien que veamos a quién tenemos de oír y a quién no. Para lo cual es de notar que Adán y Eva, cuando fueron criados, un solo lenguaje hablaban, y aquél duró en el mundo hasta que la soberbia de los hombres, que quisieron edificar la torre de la confusión, fue castigada con que, en lugar de un lenguaje con que todos se entendían, sucediese muchedumbre de lenguajes, con los cuales unos a otros no se entendiesen (cf. Gén 11,9). En lo cual se nos da a entender que nuestros primeros padres, antes que se levantasen contra el que los crió, quebrantando con atrevida soberbia su mandamiento, un solo lenguaje espiritual hablaban en su ánima, el cual era una perfecta concordia, que tenía uno con otro, y cada uno consigo mismo y con Dios, viviendo en el quieto estado de la inocencia, obedeciendo la parte sensitiva a la racional, y la racional a Dios; y así estaban en paz con él, y se entendían muy bien a sí mismos, y tenían paz uno con otro. Mas, como se levantaron con desobediencia atrevida contra el Señor de los cielos, fueron castigados, y nosotros en ellos, en que en lugar de un lenguaje, y bueno, y con que bien se entendían, sucedan otros muy malos e innumerables, llenos de tal confusión y tiniebla, que ni convengan unos hombres con otros, ni uno consigo mismo, y menos con Dios.
Y aunque estos lenguajes no tengan orden en sí, pues son el mismo desorden; más, para hablar de ellos, reduzcámoslos al orden y número de tres, que son: lenguaje de mundo, carne y diablo; cuyos oficios, como San Bernardo dice, son: del primero, hablar cosas vanas; del segundo, cosas regaladas; del tercero, cosas malas y amargas”.
San Juan de Avila
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