Al unirnos a la celebración del 50 aniversario del Concilio Vaticanos II, en el marco del Año de la Fe, cuando deseamos celebrar con toda la Iglesia la fiesta de Todos los Santos, recordamos una de las declaraciones conciliares, la que desarrolla la identidad de todos los cristianos: “Por el bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu" (LG 7,1).
La teología hablaba de los “estados de perfección” referidos a los ministros ordenados y a los consagrados. Desde la doctrina conciliar, estos estados se extienden a todos los bautizados. “Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto” (LG 11,10).
Hoy reavivamos la vocación a la santidad, testimoniada a lo largo de los siglos. La santidad es de Dios. Solamente Dios es Santo, pero por su gracia, muchos han participado de esa santidad y han reflejado ante el mundo la belleza divina.
Los discípulos del Maestro de Nazaret, los que fueron detrás de Él y lo sirvieron con sus bienes, dejándolo todo por Él, se convirtieron en el mejor reflejo de lo que significa ser amigos de Jesús. Siempre serán referencia evangélica. Los que se configuraron con el Crucificado y dieron la vida por Él y como Él, de forma martirial, desde los orígenes del cristianismo hasta nuestros días, son antorchas de fe en medio de la noche.
Desde muy temprano, hubo quienes, siguiendo a Jesús, se retiraron a los desiertos para dar la vida de otra manera, con la radicalidad de vivir las Bienaventuranzas. Ellos han sido calificados como la martyria blanca. Nuestros claustros siguen habitados por hermanos que testimonian el rostro luminoso de Jesús.
A lo largo de siglos, destacan los ungidos por el Espíritu con el don de la caridad, que tuvieron la sagacidad de ver el rostro de Cristo en los más pobres, y lo sirvieron como a su Señor. En medio del anonimato doméstico, viven personas que se profesan el amor, sacramento del que Cristo tiene a su Iglesia, y se convierten en recintos entrañables y fecundos, matriz de santidad de vida. Hay casos en la historia de familias enteras con todos sus miembros santos.
Todos los que llevan en su cuerpo las señales de la Pasión de Cristo serán llamados benditos, y quienes estén cerca de ellos de manera compasiva recibirán el título de bienaventurados. La santidad huele a Dios y atrae como el perfume. Este momento necesita santos. Ellos son los mejores intercesores y benefactores de la sociedad, porque son los que obtienen la misericordia de Dios sobre el mundo.
Angel Moreno, de Buenafuente
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